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Era una mañana brillante en la calidez de un hermoso día de agosto. En la casa de Don Arturo y Doña Fernanda, ubicada en el corazón de un vecindario lleno de risas y vida, la emoción impregnaba el aire mientras el sol se alzaba por encima de las colinas. Este era un día especial: el Día de los Abuelos. Era un momento que esperaban con alegría cada año, donde todos sus hijos, nueras, y, sobre todo, sus nueve nietos, se reunían para celebrar y agradecer el amor que los unía.
Doña Fernanda se encontraba en la cocina, con su delantal de flores y una sonrisa perenne en su rostro. El aroma de las galletas recién horneadas llenaba cada rincón de la casa. Era su tradición: el día de los abuelos siempre debía incluir galletas. Mientras mezclaba la harina y el azúcar, su mente viajaba hacia los años pasados, recordando la primera vez que se convirtió en madre. Fue Mateo, su hijo mayor, quien le regaló esa alegría.
“¡Aún puedo recordar su primera risa!”, pensó Fernanda con ternura, recordando esos momentos dorados. Mateito, como solía llamarlo a veces, había crecido rápido. Ahora, a sus treinta y cinco años, Mateo se había casado con Lucero, y juntos habían dado la bienvenida a Emiliano, el primer nieto de la familia. Cada vez que lo veía, sentía como si su corazón se llenara de amor nuevo.
Mientras tanto, Don Arturo, un hombre de carácter firme pero de corazón tierno, estaba en el jardín arreglando algunas flores. Tenía una pasión por la jardinería, y cada planta era un testigo silencioso de los momentos maravillosos que habían compartido como familia. “Esto es lo que los abuelos hacen”, se decía mientras decidió plantar un nuevo rosal en una esquina del jardín; quería que la llegada de su familia estuviera enmarcada por la belleza que siempre había amado.
A medida que pasaban las horas, los preparativos para la tarde continuaban. María José y su esposo Agustín ya eran parte de la lista de invitados, trayendo a sus gemelas, Norma y Patricia, que llenaban de alegría la casa con sus risas traviesas. Era un torbellino de energía y creatividad, cada una aportando su toque especial al ambiente festivo. Doña Fernanda siempre decía que esas gemelas eran el alma de la fiesta, con su naturaleza curiosa y su deseo de explorar el mundo.
Cristina llegó después, de la mano de su esposo Ernesto, con su adorada hija adoptiva, Mariana, a quien dieron la bienvenida en su hogar hace un par de años. Aunque la vida les había presentado sus desafíos, la llegada de Mariana era un rayo de luz que brillaba intensamente en sus corazones. Para Don Arturo y Doña Fernanda, cada nieto era un nuevo mundo por descubrir, una nueva temporada llena de alegría y esperanza.
A medida que la tarde se acercaba y el cielo comenzaba a teñirse de dorado, las risas y el bullicio llenaron la casa. Uno a uno, los nietos llegaron entre abrazos cálidos y gritos de alegría. “¡Abuelito! ¡Abuelita!”, resonaban las voces mientras los pequeños aventureros corrían hacia sus abuelos, con sus ojos brillantes de amor. Emiliano llegó primero, y su contagiosa risa hizo que todos los demás se unieran. “¡Hoy es nuestro día de celebración, abuelitos!”, dijo con la emoción desbordante que solo los niños podían expresar.
Don Arturo, con su voz profunda y su manera cariñosa de hablar, se agachó para abrazar a Emiliano, sintiendo su pequeño cuerpo vibrar con energía. “Por supuesto que lo es, Emiliano. Cada uno de ustedes es parte de esta celebración”, respondió mientras su corazón se llenaba de amor y orgullo.
Con los nietos alrededor, la mesa se llenó de platillos deliciosos. Era tradición que cada familia trajera algo especial. Cada platillo representaba una historia, una tradición compartida en la familia. El aroma de la comida llenó el aire mientras todos se sentaban para disfrutar. Las historias comenzaron a fluir: anécdotas de cuando Mateo era pequeño, las travesuras de María José y Cristina, pero también las aventuras de los pequeños.
Las gemelas, Norma y Patricia, estaban emocionadas por contarle a sus abuelos sobre sus actividades en el colegio, cómo habían aprendido a hacer manualidades y sobre la obra de teatro que planeaban poner en su escuela. Sus ojos brillaban mientras relataban historias de princesas y héroes, y Don Arturo y Doña Fernanda se perdían en la fantasía que sus nietas les ofrecían. En esos momentos, todos se olvidaban del mundo exterior y se adentraban en la magia de la infancia.
Mariana, con su dulzura y curiosidad, observaba a sus primos con admiración. Aunque había llegado a la familia de manera diferente, siempre se sintió amada y querida. “¿Puedo ser parte de la obra de teatro?”, preguntó con timidez. Todos se volvieron hacia ella, y con un coro de afirmaciones, comenzaron a planejar cómo podrían incluirla. Cada niño era un rayo de luz que brillaba en la vida de sus abuelos, aportando su propio color a la pintura familiar.
La tarde avanzó y con ella, comenzaron los juegos. Las risas resonaban mientras todos se unían en juegos de patio. Era increíble cómo, a pesar de las diferencias de edad, la energía de los niños inspiraba a los adultos a volver a ser niños, a dejarse llevar por la risa, el juego y la alegría de estar juntos. Don Arturo se convirtió en el árbitro de una competencia amigable de carreras en el jardín, mientras Doña Fernanda preparaba una merienda con más galletas y jugo para todos.
“¡A la cuenta de tres!”, gritó Don Arturo, y los niños, junto a sus padres, corrieron hacia la meta en una explosión de energía. Las risas y el aliento entrecortado llenaron el aire mientras los pequeños se dejaban llevar por la diversión. “¡Qué emocionante!”, exclamó María José desde la línea de salida. Y las gemelas, en su afán por competir, corrían juntas, como siempre lo hacían.
Al final, no importaba quién ganaba, porque lo que realmente celebraban era el amor y el tiempo que compartían juntos. Don Arturo y Doña Fernanda se miraron con complicidad, sintiéndose agradecidos por la hermosa familia que habían creado. Cada risa, cada abrazo, cada mirada hablaba sin palabras de cuánto significaba para ellos ser abuelos.
La tarde se desvanecía, y una brisa suave acariciaba las mejillas de los presentes. Todos se reunieron alrededor de la mesa nuevamente para cantar las canciones que solían cantar en su infancia. Mientras lo hacían, el eco de las voces se fundía con el canto de los pájaros que regresaban al nido al caer la noche. Don Arturo tomó la mano de Doña Fernanda, ambos sonriendo mientras veían a sus hijos compartir anécdotas y risas.
“Este es el verdadero regalo de ser abuelos”, murmuró Don Arturo, mientras miraba a su alrededor, disfrutando de cada momento, sabiendo que cada año, el día de los abuelos no solo celebraba a los que ocupaban ese título, sino a toda la familia que había crecido a su alrededor.
A medida que la luna empezaba a asomarse por el horizonte, el día llegó a su fin, pero el amor que compartieron permaneció. Los abuelos y sus hijos, todos juntos, unidos por la risa, la historia y el amor. Era un ciclo que nunca se rompería, un legado que perduraría en el tiempo, y la promesa de muchos más días felices y celebraciones que vivirían en sus recuerdo por siempre.
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